Tu transpiración mantiene
el aire espeso y caliente. En la oscuridad, las sabanas con figuritas de Mickey Mouse apenas ocultan cómo tu
cadera martillea la entrepierna de la catira; la que llegó solita y sin
preguntar. Tus dedos aprisionan grandes mechones de cabello, para después
halarlos con fuerza haciéndola gemir con más fuerza. Sin dejar de martillar, claro
está. Tus pies cuelgan por fuera de la
cama que se estremece en cada golpe de torso, chocando insistentemente contra los
estantes repletos de juguetes que hoy deberían ser objeto de estudio de la
arqueología.
De pronto, un ligero pero decidido golpe de puerta te paraliza. Pero, un segundo después, decides ignorarlo y seguir con lo tuyo. El golpe de puerta insiste en molestar. Te levantas con violencia y mandas a quien quiera que sea al mismísimo carajo. El cuarto de un hombre se respeta, gritas con soberbia. Esperas respuesta durante unos segundos, pero no pasa nada. Con cara de ganador del Roland Garros entierras tu boca áspera en el cuello de la catira, ríes y continúas martillando.
De pronto, un ligero pero decidido golpe de puerta te paraliza. Pero, un segundo después, decides ignorarlo y seguir con lo tuyo. El golpe de puerta insiste en molestar. Te levantas con violencia y mandas a quien quiera que sea al mismísimo carajo. El cuarto de un hombre se respeta, gritas con soberbia. Esperas respuesta durante unos segundos, pero no pasa nada. Con cara de ganador del Roland Garros entierras tu boca áspera en el cuello de la catira, ríes y continúas martillando.
Pero poco te dura el gusto,
porque ahora el golpe de puerta no es amable. Nada amable. Uno tras otros, los
mazazos sacuden la puerta que cruje como una galleta de soda a punto de
quebrarse. Ojalá pudieses ver desde afuera cómo saltas de la cama, más pálido
que de costumbre, completamente desnudo... a excepción de las medias de lino. Estás
aterrado por dentro. Y también por fuera. Te acercas poco a poco a la puerta que no deja
de estremecerse, tratando de pegar la oreja y averiguar quién está haciendo esto.
Pero nada. Sólo son golpes que no ceden.
No muy convencido del todo;
movido más por el miedo que por la razón, giras la manilla y abres la puerta.
Blanco te pones. Ni te mueves frente a esa inmensa araña negra y peluda. Tan
negra y tan peluda que no cabe por el marco. Das pasos hacia atrás, hacia la
cama, mientras la araña empuja su cuerpo, escurriéndose hacia ti, buscándote
con cuatro de sus ocho patas. Sin mirar, moviendo las manos por tu espalda
tratas de ubicar a la catira, la que llegó solita y sin preguntar. Pero no está
allí. ¿Cómo salió? Ni tú lo sabes. Lo cierto es que eres tú contra la inmensa
araña negra y peluda.
Por necesidad y no por
valor, descompletaste tu colección de revistas pornográficas, tomando una para
hacer un garrote, paradójicamente flácido. Golpeas con los ojos cerrados a la
inmensa araña negra y peluda que ya se te vino encima. Tu arma cada vez es más
revista y menos garrote. Empiezas a rezar cuando el insecto te toma con cuatro
de sus ocho patas y te alza. Piensas que te va a comer, pero no. Te lanza
contra uno de los estantes donde tienes estacionados decenas de cadillacs, ferraris y volvos de
acero ya oxidados. El choque es estrepitoso. De escala Schwarzenegger o quizás Chuck
Norris. Pero no te amilanas. Desde el suelo, tomas uno de esos modelos de lujo
a escala y lo lanzas con todas tus fuerzas hacia la inmensa araña negra y
peluda, golpeándola entre los ojos. La hiciste gritar con desesperación, caer y
temblar hasta quedar paralizada. Tembloroso y húmedo, te levantas y tanteaste
la pared en busca del interruptor de la luz, que al encenderlo te deja ver como
tu madre yace en el suelo.
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