De
la mano de mi abuelo, llegué a casa de la familia Gutiérrez. Nos habían
invitado a almorzar, como todos los primeros domingos de cada mes.
Inmediatamente después de saludar al señor y a la señora Gutiérrez, pasamos al
comedor. Mi abuelo se sentó con los otros adultos. Yo tuve que quedarme de pie,
porque para mi no había silla.
No
había pasado mucho tiempo, cuando la señora Gutiérrez comenzó a servir la
comida. Arroz con pollo y ensalada de remolacha. A mi no me gustaba la
remolacha. La señora Gutiérrez, siempre cariñosa conmigo, me tomó de la mano y
me llevó a un cuarto que se encontraba a pocos metros del comedor. Me pidió que
me sentara en un pequeño pero cómodo escritorio, donde minutos después me
sirvió un gran plato de arroz con pollo y ensalada de remolacha.
Desde
el pequeño escritorio podía ver a los adultos comer, hablar y reír. Yo comía
arroz con pollo, pero no ensalada de remolacha. Veía a mi abuelo reír, pero no
me hacia feliz, estaba triste. Me sentía rechazado, como si no importara. Hubiese
sido lo mismo no ir. Nadie se daba cuenta que estaba allí.
De
pronto, como sí lo hubiese llamado con la mente, mi abuelo se levantó y se
acercó a mí. Sonreía como quien aguanta una carcajada huracanada. Se agachó y
en secreto me dijo: “No puedo comer bien”. Sentí como un aire frío entro en mi
pecho, llenándolo de alegría. Mi abuelo me extrañaba. Le hacía falta, pensé.
Creyendo saber la respuesta le pregunté: “¿Por qué no puedes comer bien,
abuelo?” y él, sin poder aguanta más la risa contestó: “Es que me puse la
plancha al revés”.
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