jueves, 13 de noviembre de 2014

Con la de abajo arriba y la de arriba, abajo


De la mano de mi abuelo, llegué a casa de la familia Gutiérrez. Nos habían invitado a almorzar, como todos los primeros domingos de cada mes. Inmediatamente después de saludar al señor y a la señora Gutiérrez, pasamos al comedor. Mi abuelo se sentó con los otros adultos. Yo tuve que quedarme de pie, porque para mi no había silla.

No había pasado mucho tiempo, cuando la señora Gutiérrez comenzó a servir la comida. Arroz con pollo y ensalada de remolacha. A mi no me gustaba la remolacha. La señora Gutiérrez, siempre cariñosa conmigo, me tomó de la mano y me llevó a un cuarto que se encontraba a pocos metros del comedor. Me pidió que me sentara en un pequeño pero cómodo escritorio, donde minutos después me sirvió un gran plato de arroz con pollo y ensalada de remolacha.

Desde el pequeño escritorio podía ver a los adultos comer, hablar y reír. Yo comía arroz con pollo, pero no ensalada de remolacha. Veía a mi abuelo reír, pero no me hacia feliz, estaba triste. Me sentía rechazado, como si no importara. Hubiese sido lo mismo no ir. Nadie se daba cuenta que estaba allí.

De pronto, como sí lo hubiese llamado con la mente, mi abuelo se levantó y se acercó a mí. Sonreía como quien aguanta una carcajada huracanada. Se agachó y en secreto me dijo: “No puedo comer bien”. Sentí como un aire frío entro en mi pecho, llenándolo de alegría. Mi abuelo me extrañaba. Le hacía falta, pensé. Creyendo saber la respuesta le pregunté: “¿Por qué no puedes comer bien, abuelo?” y él, sin poder aguanta más la risa contestó: “Es que me puse la plancha al revés”.

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