A los diecisiete años resultaba humillante ver como todos me mostraban con orgullo las heridas de sus primeras batallas sexuales. Profundos arañazos que cubrían sus cuerpos de cuello a nalgas, y que como charreteras dérmicas demostraban haber perdido la virginidad. Mientras tanto la presión aumentaba. Era de los poco que faltaban y Flor Elena, esa bella blanquita bogotana, era mi única oportunidad. Sólo necesitaba llevar a feliz termino una larga travesía de cortejos pueriles.
Así llegó el día en que el destino me brindó la oportunidad de estar a solas con ella en mi casa. Con una fingida conversación, la fui arrinconando hacia mi cuarto, donde el fiero intento de asalto sexual fue detenido por la sorpresiva pregunta de Flor Elena: Manuel ¿Tú me quieres? Obviamente, la desesperación no me dejaba otra alternativa de respuesta: Claro, Flor. Te quiero muchísimo. Inmediatamente, un breve silencio, una mirada perdida y el giro crucial: Manuel, yo también te quiero, pero como un amigo. No hubo rabia ni resentimiento. Simplemente una sensación de estatismo. La dejé ir, con la promesa de no insistirle más. Luego, salí a la calle, resignado a ser el hazmerreír de mis amigos una vez más. Pero la fortuna me brindó una nueva oportunidad. El boulevard de Sabana Grande trajo a mis brazos a una de esas rockeras de los noventa, cuya lealtad al metal era inversamente proporcional a su higiene personal. No tenía donde dormir, así que le ofrecí la azotea de mi edificio y una buena cobija. La medianoche, nos acostamos en el suelo. Trate de besarla, ella se ofendió y yo ofrecí disculpas. Pero pensé rápido. Le dí un par de billetes para que rasguñara mi espalda y dejará una herida tan profunda que durara varios días. Nadie sabría el resto de la historia.
A la tarde siguiente me acerque a un grupo de amigos, seguro de convertirme en nuevo miembro de su prestigioso club de “desvirgados”. Traté de levantar mi franela para esgrimir el símbolo. Un fuerte dolor me sorprendió, al sentir que la tela estaba adherida a la herida, que supuraba pus y mal olor. Una infección de proporciones bíblicas. Sólo me quedó avisarle a mi mamá para que me llevara al dermatólogo…por primera vez.
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