jueves, 1 de abril de 2010

Carta a la señora Harms


Querida Señora Harms

Le escribo estas cortas líneas con el fin de informarle que he tomado la dolorosa decisión de renunciar al cargo de criada, que he venido desempeñando, con humildad y servilismo, en su casa de campo desde hace varios años. Ciertamente, no ha sido fácil llegar a esta conclusión. Es innegable que tanto usted como el señor Egon han sido en extremo atentos conmigo, haciéndome sentir parte de su familia. Sin embargo, esta situación ya se ha hecho insoportable.

Entiendo que el señor Egon es un artista. Un apasionado pintor que ha dejado de lado el formalismo académico y clásico para experimentar sobre su propio estilo, pero todo tiene un límite. Entre tantos senos, traseros, vaginas y penes uno pierde la poca misericordia de Dios que gana los domingo en misa. ¿Recuerda usted aquella pintura de la mujer semidesnuda con vestido amarillo que el señor Schiele me regalo el día que llegué a su casa? Yo estaba deslumbrada porque aún no le conocía bien, y él me había contado que apenas tenía veintitrés años cuando la pinto, y que además dibujaba trenes en Tull cuando era niño, por lo que nunca me imaginé que fuese un sádico de marca mayor.

Lo peor de esta situación, fueron los malos ratos vividos con ese morboso chofer que me ha acosado sexualmente desde que llegue a su casa, y que me pidió que le preguntase a su esposo si le podía hacer una retrato de lo que llamo “su hambrienta ave domestica”, porque según él, las hace muy bonitas, con colores alegres y buenas proporciones.

Señora Harms, en el fondo reconozco que su marido tiene talento, y estoy segura de que en un futuro cercano formará parte de un movimiento artistico de vanguardia, que podría llamarse “expresivismo”, o algo parecido, porque a decir verdad, su conyugue es muy expresivo. Aunque, dígale de mi parte, que se dedique a los paisajes. Le ira mejor, y tendrá mayores recompensas monetarias.

Deseándole lo mejor del mundo para usted, y larga vida para su esposo, se despide cordialmente.

Estela Guthenmayer

PD: Me llevé el único cuadro de su esposo que me gusta. Lo llamaré “Vista de Krumauer”. Si alguien me hace una buena oferta lo venderé.

Tobazos


Esta cayendo otra vez. Hoy más que nunca. Golpeando insistentemente las cabecitas del tumulto caraqueño. Esta cayendo, como una enorme sábana blanca, de hilos desordenados pero certeros, sobre los carros detenidos en la autopista, sin aire acondicionado. Evaporándose por dentro. Mientras, las cabezas de los conductores y sus acompañantes se salen por las ventanas, mendigando el aire que les roba el enorme mounstro liquido.

A tobazos se sienten caer sus hilos, uno a uno, y luego todos a la vez, inundando el espacio. Es como si Caracas tuviese la necesidad de transformarse en una especie de Atlántida, en la que los motorizados derrapan con sus wave runner modelazo 2005, las abuelas brincan enormes charcos como Carl Lewis en el 92, y los niños se bañan y hacen buches de amibiasis. Nada gracioso, por cierto. Todo, bajo las miradas represivas de muchos Neptunitos. Algunos vestidos de caqui, algunos de azul, algunos de aceituna y barro.

En el pasado la inmensa sábana blanca evocaba libertad, amor primitivo y simple, olor de monte mojado y pupú pisado. Libertad. Cuando sus hilos punzaban el cuerpo, era como una insinuación a soltar las amarras de lo ético, de lo políticamente correcto, y ensoñar la grandeza, las manos sueltas y el corazón vibrante. Pero hoy, la sábana blanca cae sobre Caracas con otros aires, cargados de miedo y pesar, de recuerdos e impotencia. Quizás porque la lluvia se llevó lo mejor de sus habitantes, o porque el tamaño de la angustia es directamente proporcional a la potencia de la caída de la sábana, y a la fuerza del choque de sus hilos sobre el cuerpo de un niño varguense. Lo que ayer era una bendición, hoy es un castigo.