miércoles, 2 de diciembre de 2015
martes, 22 de septiembre de 2015
viernes, 26 de junio de 2015
ANÉCDOTAS DEL DOCTOR ETCÉTERA MOGOLLÓN
Cuando cumplió ochenta años miró unas firmes nalgas de mujer metidas en un chorcito y pensó que la edad no debía limitarlo. A los ochenta años y un día salió a la calle en chorcitos.
El escritor paría una idea cuando su esposa entró anunciándole que lo dejaría por un fanático del scrable. El hombre manchó el teclado de sangre y abandonó la literatura.
Un faquir daba vueltas en su cama de clavos. No dejaba de pensar en ese maldito cuadro tirado en el piso.
La mujer humillaba a su esposo todos los días por no saber manipular el martillo. Pero un día aprendió. Ahora construye pupitres mientras cumple condena.
Decidió no cortarse las venas, así que desprendió la hoja cortante y la dobló hasta hacer un avioncito que echó a volar.
El hambriento tragaespadas pidió al panadero que le cambiara la canilla por un campesino y atravesó su garganta.
Tecleaba la última frase de su novela, Y su corazón se detuvo, cuando un infarto lo atacó. Empujado por el último aliento, intentó borrar la frase, pero no lo logró.
lunes, 22 de junio de 2015
martes, 12 de mayo de 2015
EL HOMBRE POLLO
El
“hombre pollo” se dispone a entrar en la cocina, tan pequeña como mugrienta. Se
detiene por segundos en la puerta batiente a observar las patas, los cuadriles,
las alas y las pechugas empanizadas, que nadan en el inmenso caldero de aceite
hirviendo que el calvo y torcido flaco hace olear con la paleta de madera.
Espera a
que salgan algunos empleados que se despiden hasta el día siguiente y termina
de entrar, con su pesado plumaje de fieltro y foami, arrastrando los roídos
zapatos de goma y también la dignidad. Deja sobre una mesa un puñado de
volantes, saca de un locker su
mochila y extrae de éste un envase de plástico y un tenedor. Se sienta en la
mesa dando la espalda al festival de fritanga.
—Cuando el
hambre aprieta, la moral afloja ¿verdad? —comenta el cocinero con tono burlón.
El “hombre pollo” destapa el envase.
—¿Pata o
pechuga? —pregunta el cocinero con el mismo tono burlón.
Con indiferencia, el "hombre pollo" se
quita la máscara, dejando ver sus huesudos pómulos y clava el tenedor en un
brócoli con extraño aspecto de bonsái. Trata de llevarlo a la boca, pero es
interrumpido por una sensación fría que le aprisiona los riñones.
—¿Pata,
pechuga o una puñalada, hippie de
mierda —ronca el cocinero en su oído.
El cocinero regresa al caldero, toma tres piezas al
azar y apaga el fuego. En un plato de cartón las lleva a la mesa y las coloca
junto al perol repleto de brócoli. El "hombre pollo" trata de
levantarse, pero encuentra al cocinero resguardando la puerta con el inmenso
cuchillo de picar pollo.
Con mano firme, el "hombre pollo" toma el
cuadril. Observa con detalle cómo el aceite que aún hierve en un concha,
chorrea hasta el plato de cartón que casi desintegra. Con asco, lo lanza lejos
de él, provocando la ira del cocinero que se acerca y lo abofetea con
violencia. Recoge el cuadril del piso y lo regresa al plato. Observa al "hombre
pollo" en silencio retador, arrancando pequeños trozos de piel empanizada
de la pieza rescatada.
—El cielo
debe estar hecho de esto. Así, que respeta —comenta con fruición el cocinero
antes de masticar la piel.
El "hombre pollo" empuja el envase con los
brócolis, acercándolo al cocinero.
—Tú te
comes un brócoli… y yo me como una mierda de esas —dice con aplomo el "hombre
pollo" ofreciéndole su tenedor.
Un silencio retador inunda la cocina. El flaco
torcido se bambolea mirando a todos lados, como si buscara la respuesta en el
aire. Finalmente, se arma de valor, se sienta a la mesa, cambia el cuchillo por
el tenedor y puya un arbolito que se lleva entera a la boca. Mastica con los
ojos cerrados y traga con los ojos abiertos.
El cocinero chupa los restos del vegetal que se
cuelan entre su muelas, mientras su mirada se aleja. El "hombre pollo"
sonríe ante la cara de desconcierto del cocinero, que come otro brócoli. Y otro.
Y otro. Hasta que el envase queda completamente vacío.
—Quiero
más de esa vaina hippie —pide el cocinero mientras se dibuja una tierna
sonrisa en su grasosa cara.
—No hay
más. Mañana te traigo —responde el "hombre pollo" tratando, sin
éxito, de disimular su felicidad.
El cocinero pierde la sonrisa en la medida en que su
respiración se torna difícil. Mira una y otra vez al caldero, donde el resto
del pollo ahora flota en aceite frío. Se muerde los labios para aguantar y no
lo logra y de un salto se lanza al caldero como león de documental al venado
indefenso.
Pero el "hombre pollo" salta tras él y
agarrándolo fuertemente por los hombros hace fuerza contraria para impedirle
que alcance el pollo frito de la olla. El cocinero se voltea con furia y lo
golpea en la cara, lanzando casi dos metros hacia atrás, con todo y lo pesado
de su plumaje amarillo; tan amarillo como ningún pollo es amarillo.
Como una víctima del síndrome de abstinencia, el
cocinero intenta volver al caldero. El "hombre pollo" se recupera,
toma el cuchillo y se abalanza sobre él, dispuesto a matarlo antes de dejarlo
reincidir. Pero no cuenta con la pericia que el cocinero ha adquirido en el
manejo del cuchillo y que le permite arrebatarle el arma con unos pocos pases
de mano.
Al día siguiente, el comisario Durán analiza con
sospecha los dos
cuadriles, los dos muslos, la pechuga y el pescuezo, de tamaños anormales que
flotan en el caldero.
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